Por un instante, imagina que tienes dinero en el bolsillo, pero no hay pan que comprar. O que ves a tus hijos llorar de hambre, mientras frente a ti, una bolsa de harina cuesta el precio de una vida entera. En Gaza, esa pesadilla no es una metáfora. Es la rutina.
En medio de un territorio reducido a escombros, Gaza ya no tiene mercados, solo sombras de lo que alguna vez fueron tiendas. Hay puestos vacíos, estantes rotos, y una fila eterna de ojos hambrientos mirando hacia ninguna parte. Los precios están ahí, aún colgados como si importaran. Pero ya no tienen sentido.
Porque, ¿qué valor tiene un saco de harina cuando cuesta más que la casa que perdiste? ¿Qué importa si una botella de aceite se vende por 70 dólares, si ni siquiera puedes encontrar pan para acompañarla?
Un residente de Rafah lo dijo con palabras cortas y devastadoras: “Los precios ya no importan. El dinero aquí no compra vida.”
El mercado del hambre
La guerra ha hecho más que destruir edificios. Ha quebrado la dignidad humana. Los agricultores han perdido sus tierras, los camiones de ayuda son blanco de ataques o saqueos, y el pan se ha convertido en un lujo tan improbable como la paz.
Antes, un saco de harina costaba entre 10 y 20 dólares. Hoy, se paga —si es que se consigue— por más de 300. Una docena de huevos puede costar 50, 60… hasta 100 dólares. Pero lo que en otro lugar sería un número escandaloso, en Gaza se convierte en una burla amarga. Porque nadie puede pagarlo.
En un rincón del norte, una madre intercambió su anillo de bodas por un poco de arroz. En el sur, un niño murió con el estómago vacío a solo 50 metros de un almacén lleno de víveres… víveres que nadie pudo tocar.
Sobrevivir ya no es vivir
La guerra ha convertido a Gaza en una prisión de hambre. No hay comida que comer, ni rutas para entrar, ni caminos para salir. Hay personas que lo han perdido todo: casas, padres, hijos… y ahora también el derecho más básico de todos: alimentarse.
El dinero ya no es útil. La moneda más valiosa hoy es el favor, el trueque, la lástima. En algunos barrios, un paquete de pan se cambia por una manta. En otros, se comercia con ropa usada, con fotos de familia, con objetos que antes tenían un valor sentimental. Hoy, solo tienen valor calórico.
En medio de la desesperación, muchos se preguntan cómo llegó el mundo a este punto. Cómo permitimos que una ciudad entera se convirtiera en una trampa mortal, donde el hambre no es un riesgo, sino una sentencia.
La indiferencia mata más que las bombas
Las cifras se acumulan como tumbas: más de un millón de personas en riesgo de inanición. Niños desnutridos, ancianos sin fuerza para masticar. Mujeres que paren sin alimento para amamantar. En Gaza, el llanto es común y el silencio, insoportable.
Organismos internacionales piden un alto al fuego. Camiones de ayuda esperan en las fronteras. Pero la burocracia, los bloqueos y la indiferencia global han convertido la ayuda en una promesa rota.
“Comemos una vez cada dos días, cuando hay suerte”, dice Ahmad, un joven que ya parece anciano. Su rostro está seco, su voz quebrada. No pide caridad, solo un poco de humanidad.
¿Quién pondrá precio a la dignidad?
Hay quienes dicen que los precios en Gaza son irreales. Pero eso no es del todo cierto. Son cruelmente reales, solo que inalcanzables. Representan un sistema roto, una economía sin ética, y un mundo que ha dejado de mirar.
Pero el hambre no espera. No pregunta por religión, por política, ni por banderas. Solo avanza, silenciosa, como una muerte lenta y dolorosa.
La pregunta que queda es esta:
¿Cuántos niños deben morir de hambre antes de que digamos “basta”?
El fin del Artículo