“¡No Trump!”, gritaban cientos de manifestantes mientras avanzaban hacia la embajada de Estados Unidos en el corazón de Seúl, la capital surcoreana.
Una fila de autobuses policiales bloqueó su paso hasta las puertas, pero un escenario y potentes altavoces aseguraban que sus voces resonaran sobre la plaza Gwanghwamun, al alcance del personal diplomático del presidente estadounidense Donald Trump.
Era una protesta pequeña según los estándares del vibrante movimiento ciudadano de Corea del Sur. Y, curiosamente, no era la única del día. A solo unos cientos de metros, frente a las puertas del palacio Gyeongbokgung, otro grupo marchaba con pancartas que mostraban un mensaje muy diferente:
“¡No a China!” y algunos lemas como “¡Fuera el PCCh [Partido Comunista Chino]!”. Tampoco eran multitudes —apenas unos cientos de personas—, pero ambas movilizaciones reflejaban el delicado equilibrio que el presidente Lee Jae-myung deberá mantener esta semana, cuando reciba a los líderes de Estados Unidos y China.
Durante décadas, Seúl ha sido un aliado clave de Washington, una amistad “forjada en sangre”, como repiten sus líderes al recordar la Guerra de Corea (1950–1953), cuando las tropas estadounidenses ayudaron a repeler la invasión norcoreana.
Aun así, el país necesita tanto la protección militar de EE. UU. como el comercio con China, su mayor socio económico y principal mercado de exportaciones.
“Corea del Sur está realmente entre la espada y la pared”, explica Darcie Draudt-Vejares, del Carnegie Endowment for International Peace.
“Representa lo que viven muchos países profundamente integrados tanto con China como con Estados Unidos. Lee Jae-myung intenta maniobrar con cuidado entre ambas potencias.”
Tan complicado es el panorama que su país incluso será sede de un encuentro entre Trump y Xi Jinping este jueves, en busca de un posible avance en su intermitente guerra comercial.
Mucho en juego
A sus 61 años, Lee es un político experimentado, pero tiene una tarea difícil por delante.
Su contundente victoria en junio llegó tras seis meses de caos: su predecesor, Yoon Suk-yeol, fue destituido luego de haber impuesto brevemente la ley marcial, lo que provocó protestas masivas y una crisis constitucional que dejó al país dividido.
Cuando Lee asumió el cargo, los aranceles impuestos por Trump habían sacudido tanto a aliados como a rivales. En agosto, el nuevo presidente viajó a la Casa Blanca para suavizar las tensiones, y pareció lograrlo.
Corea del Sur prometió invertir 350.000 millones de dólares en EE. UU. y comprar gas natural licuado por 100.000 millones más. A cambio, Trump accedió a reducir los aranceles del 25 % al 15 %.
Sin embargo, poco después, una redada migratoria en una planta de Hyundai en Georgia terminó con más de 300 trabajadores surcoreanos detenidos. Aunque casi todos regresaron a su país, el episodio dañó la confianza, especialmente porque Hyundai es uno de los mayores inversionistas surcoreanos en Estados Unidos.
“No creo que la relación esté rota, pero sí se está deteriorando”, opinó Hye-yeon Lee, una joven de 23 años que participó en la protesta frente a la embajada estadounidense.
La Casa Blanca ha elevado sus exigencias en las negociaciones, presionando por nuevas inversiones en efectivo dentro del país. Pese a los esfuerzos, no hay un acuerdo final, y las expectativas de cerrar uno durante la visita de Trump son bajas.
“Corea del Sur se juega su prosperidad y su seguridad con esta visita, pero, paradójicamente, cuanto menos tiempo pase Trump aquí, mejor para Lee Jae-myung”, afirma John Delury, investigador del Asia Society.
“Si Trump llega, se reúne, las cosas van bien y se va en 24 horas, no sería un mal resultado.”
También hay enfado en las calles, alimentado por el estilo de política personalista de Trump.
“Cuando llamó a Corea del Sur una ‘máquina de dinero’, me molestó muchísimo”, dice Kim Sol-yi, una estudiante de 22 años que sostenía un cartel con un dibujo de Trump vomitando billetes.
“Parece que EE. UU. nos ve como su vaca lechera, exigiendo inversiones enormes. Me hace cuestionar si realmente nos consideran socios iguales.”
Aun así, las encuestas muestran que la mayoría de los surcoreanos mantienen una opinión positiva de Estados Unidos: según el Pew Research Center, nueve de cada diez lo ven como su aliado más importante.
Sin embargo, esa encuesta se realizó antes del incidente de Georgia.
En cambio, China despierta más recelo: un tercio de los encuestados la considera la principal amenaza para el país.
El dilema chino
“Hoy salí a las calles por amor a Corea del Sur, para proteger a mi país”, dice Park Da-som, de 27 años, presente en la manifestación contra China.
“Siento que la República de Corea está siendo invadida poco a poco por la influencia china”, afirma, aunque añade: “Claro que debemos mantener relaciones diplomáticas correctas con China. Lo que rechazamos es al Partido Comunista Chino.”
El sentimiento antichino ha ido en aumento desde 2016, cuando Seúl aceptó instalar un sistema de defensa antimisiles estadounidense, lo que desató represalias económicas por parte de Pekín. A ello se suman viejas tensiones históricas.
La desconfianza, especialmente entre los sectores conservadores, se intensificó tras la destitución de Yoon, cuando surgieron teorías conspirativas que culpaban a China de interferir en las elecciones.
Mientras miles pedían la salida de Yoon, sus partidarios —menos numerosos, pero ruidosos— exigían su regreso y hoy lideran muchas protestas contra China.
“Corea para los coreanos”, decían algunas pancartas, junto con otras que pedían “Detener los barcos chinos”. Incluso un café fue criticado por negarse públicamente a atender a clientes chinos.
Estos casos han generado acusaciones de racismo, aunque Soo-bin, de 27 años, lo niega:
“Valoramos la libertad y la economía de mercado. Queremos una República de Corea donde se protejan todas las libertades: de expresión, asociación, religión. Por eso estamos aquí.”
Los analistas coinciden en que se trata de una minoría, aunque sí se ha percibido un repunte del discurso antichino desde que Lee relajó las normas de visado para turistas chinos.
El presidente ha tratado de contener la tensión con un proyecto de ley que prohíbe manifestaciones que promuevan el odio o la discriminación. Conocido por su apertura hacia China, ha dejado claro que pretende reforzar los lazos bilaterales.
Xi Jinping, que no visitaba Corea del Sur desde hace 11 años, se reunirá con Lee el sábado.
“Si Lee logra resultados económicos, la mayoría lo respaldará, salvo un pequeño sector de extrema derecha”, comenta Delury. “Está gobernando desde el centro, y el centro coreano quiere llevarse bien con China.”
Jugando duro con las superpotencias
Xi llegará el jueves y, tras su encuentro con Trump, pasará tres días en la antigua capital de Gyeongju junto a otros líderes del foro APEC.
Su estadía, más prolongada que la del mandatario estadounidense, representa una oportunidad diplomática clave para presentarse como un socio comercial más estable y confiable.
Un acercamiento con Pekín —las relaciones se enfriaron bajo el mandato de Yoon, más hostil hacia China— podría también facilitar que Lee retome el diálogo con Kim Jong-un, líder de Corea del Norte.
Esa ha sido una de las banderas históricas del partido de Lee, que ya impulsó los encuentros entre Trump y Kim años atrás.
¿Podría repetirse algo así ahora? Trump ha dicho que está dispuesto a dialogar, pero Pyongyang no ha respondido.
Mientras tanto, Corea del Sur vive un momento crucial. La influencia estadounidense es evidente en su cultura —desde la música hasta la religión—, pero el país se ha convertido en una potencia económica y cultural por derecho propio.
En las calles, extranjeros vestidos con hanbok buscan souvenirs de éxitos de Netflix como
K-pop Demon Hunters, mientras otros hacen fila en tiendas de cosmética coreana.
Sea cual sea el camino que elija Lee para equilibrar sus relaciones con las dos economías más grandes del planeta, una cosa parece clara: Corea del Sur no puede darse el lujo de enemistarse con ninguna de ellas.